Shit! Shit! Bang! BANG!

Todo el mundo busca una respuesta. Eso es idiota, yo paso la mayor parte de mi tiempo buscando las preguntas indicadas. Preguntas con hechos, con decisiones. Preguntas con canciones. Pequeños espejos de colores, eso es. Pequeños espejos de colores que cambiamos por oro.
Vivimos una vida de pequeñas canciones, no de esas grandes canciones universales de amor. No, un pequeño valsecito, como una anécdota, una anotación en un cuaderno, una foto vieja. Una breve descripción del boulevard con palmeras que conduce al aeropuerto. No el gran viaje de tu vida, sino el pequeño momento reminiscente previo a la partida. ¿Ana Prada?
Para componer una canción hay que estar listo para dejar un recuerdo, una anécdota bella. O una horrible. La más personal, o una que te contaron, o una que te imaginaste que podría haber pasado. Y en el momento en que las canción empieza a desprenderse y a flotar en el aire, suspendiéndose como una casi-invisible baba del diablo, entonces ese recuerdo; esa anécdota, ya no te pertenece. Pertenece al aire, y a otros, y al eco mental de los espectadores, y al inconstante tarareo de las amas de casa.
Pequeñas canciones como espejos de colores. Una ilusión, una mentira. No de las mentiras que se votan y se eligen para formar parte del poder legislativo. No de las mentiras que separan parejas. No de las mentiras que matan, roban, violan, huyen, sangran. De las mentiras hermosas, como en el cine, cuerpos ficticios estallndo en un widescreen. Mentiras hermosas como Maria Schneider actuando sin ropa (gracias a dios). Mentiras blancas, mentiras negras, azules, marrones, rojas, amarillas. De todos los colores. Como los espejos que cambiamos por oro. Hipnotizantes. Adictivas. Peligrosas. Como canciones.


Como las mujeres.